lunes, 20 de agosto de 2012

Toto Estirado + (VI)


Otro TOTO, por Juan José Poblador.

 

Publicado en "Panorama", suplemento del Periódico Hoy, domingo 26 de abril de 1998; las fotografías de José Antonio Estirado venían con el artículo. El cartel de toros y los magníficos paisajes de cielos rojos incluidos pertenecen a la Sala Acuarela. Manolo Sordo, perfecto "connoisseur" de la obra de Toto, los tiene primorosamente enmarcados en blanco con cristal protector: "Manolo, jamás le pongas un marco malo a un cuadro mío", le decía el pintor.

Leo y veo que es ahora cuando José Antonio Estirado Cruz, El Toto, tiene más amigos. Es magnífico, aunque él no pueda gozarlo. Yo también conocí a José Antonio, y éramos muy amigos, pero era un Toto diferente antes que se fuera a Sevilla; ya lo dice el refrán o el juego: el que fue a Sevilla perdió su silla.

Sin perdernos en camisa de once varas, El Toto, hace 35 años, cuando se encontraba con su padre, en la feria de Sevilla, recibía -después de un beso- cinco mil pesetas para que pasara la noche. Años después volvió a Badajoz vagabundo de lunas, ladrón de estrellas que hicieron rescoldo en sus entrañas y le quemaron, incendiaron sus pulmones y decidió consumirse en su -para él- agradable calor solitario. Se hizo truhán, pícaro del color y la palabra; se hizo paisaje, retrato en las calles y los bares...


Me imagino que así le conocierron muchos de los que ahora hablan, cuentan y escriben de El Toto. Yo, así, casi no lo reconocía cuando llegaba a Badajoz, desde el mar del Estrecho de Gibraltar, y me llamaba "doctor", "doctorcito", "tío", "joven" -que copió de Carlos Espada-, "Juanminguay" -que copió de Vaquero Poblador-, o maestro, sin el Nacional, porque trabajaba en la Enseñanza Primaria. Pero mucho antes que me fuera al mar, dejé a El Toto, guapo, en Badajoz: estirado, espigado, moreno de Guadiana, con una fuerza endiablada en sus manos poderosas. Fue uno de los salvadores eficientes de las tablas y los remos de la barca que Carlos Espada -el marinero sin rumbo, le decía Manuel Pacheco- decidió hundir en medio del río, cuando veníamos de la playa "Amigos del Guadiana" de tomarnos unos "rin-ran" -que hacía el hijo de "Los Gabrieles" (una ensalada con tomates de verdad, y que creo que ya no hay ni en Talavera) y unas botellas de vino tinto. Las barcas planas del Guadiana, para poder navegar por aguas de escaso fondo, tenían la particularidad de llenarse de agua a cualquier maniobra extraña; solo dos o tres iban vestidos, los demás teníamos la ropa en Casa Vera, y Carlos Espada, que llevaba hasta reloj, empezó a mover la barca hasta casi hundirla, cantando con ritmo de samba venezolana: "Yo no soy de por aquí, / que soy de Barquisimeto, / conmigo nadie se meta / que yo con nadie me meto".

Y digo, hasta casi hundirla, porque aquellas barcas se llenaban de agua y salían a flote las tablas para sentarse, para remar, las que servían de cubierta, y los remos. Por primera vez nos servía para algo lo que estudiábamos: la barca flotaba porque pesaba menos que el agua que desalojaba. El Toto nadaba empujando la barca y con sus largos brazos iba a la vez recogiendo tablas que se llevaba el río camino del Puente de Palmas. Yo conocí a El Toto, amoroso de jóvenes adolescentes bajo las palmeras de San Francisco, cuando podía uno sentarse, en las noches de verano, en el arriate alicatado que hacía juego con los grandes bancos con mosaicos de hazañas de los grandes Conquistadores.


Por aquella época, como yo no era poeta, conviví fácilmente con Jesús Delgado Valhondo, Pacheco y Lencero; como no fui pintor, igualmente, podía inmiscuirme en el trío: Vaquero Poblador, Sánchez Boraita y José Antonio Estirado, "los iconoclastas".

Les acopañaba cuando cargados con sus trípodes y óleos se ponían a pintar, generalmente, en la ladera este del Castillo, más allá del Parque de La Legión, de cara a El Pico, la desembocadura del Rivillas y las huertas de San Roque. Casi siempre acudió Morán, ordenanza, alevín de conserje de la Diputación de Badajoz, forofo, fan, lazarillo y escudero de los tres pintores. Trabajaban entre discusiones, voces y canciones. El Toto y Boraita cantaban, con diferente estilo, cante grande, ambos cante gitano que aprendieron del Porrina y su parentela, con los que convivían por bares y fiestas; Vaquero Poblador prefería al "Trío Calaveras", a "Los Panchos" y los fados de Amalia Rodríguez, y él mismo se acompañaba con la guitarra. De pronto, como si Morán tuviera la culpa de algo que no salía bien, era floreado por los tres pinceles de los artistas, y ante la impavidez y estoica apostura de Morán, los pintores volvían sobre sus lienzos y como los encontraran no acorde con sus divinos: Gauguin, Van Gogh, Picasso y el menos conocido -por entonces- Emil Nolde, impresionante expresionista, en boca de Boraita, hasta el extremo que El Toto le decía que si era su novio, ... la emprendían contra bastidores, frascos de aguarrás, aceites, cajas de pinturas, pinceles y paletas, y se armaba tal zarabanda que aquello parecía una escena pánica. Decaído el paroxismo, ayudaban a Morán que había sido el primero en empezar a recoger trastos. Después nos íbamos todos juntos al Tabares.


"Gente de mal vivir"

En aquel tiempo, había en Badajoz gente que leía a Faulkner; muy pocos, pero había; yo mismo que imitaba a Rabindranath Tagore para enamorar; escribí por entonces mi novela "Pensión" que en Barcelona dijeron que era faulkneriana; al compás El Toto era torerillo de tientas y cercados, pero años más tarde se presentó en la Casa de la Cultura, en la Plaza de Minayo, dónde dirigía el ensayo de "La Camisa" de Lauro Olmo, si no recuerdo mal, y me nombró su mozo de espadas delante de actores, tramoyistas, electricistas y "gente de mal vivir". Acepté, entre bromas y veras, y al día siguiente me presenté en su casa, un chalet en la carretera de Sevilla, quizás el primero, junto al cruce con la entonces única carretera de Madrid que atravesaba San Roque. Entré dando voces en la habitación donde El Toto reposaba casi desnudo, en penumbras, y me hizo callar, me impresionó con un gesto majes- tuoso, dominador, de su mano izquierda. "Tú te sientas, en silencio, al lado de mi cama, y desde ahora me llamarás maestro". Yo, director de teatro, comprendí que el que manda, manda. Su cuerpo bello y poderoso -como un hombre llamado caballo- descansaba, aunque a mi me pareció con la quietud del leopardo, segundos antes de saltar sobre su presa.

Pasado el hechizo me dio tiempo a mirar en derredor. A los pies de la cama sobre un sillón de mimbre, bien colocado, había un traje corto negro, una camisa blanquísima con chorrera y un sombrero de ala ancha. En la mesilla, a mi espalda, una lamparilla, sobre el aceite de un pe- queño plato de La Cartuja, iluminaba varias estampas de la Virgen de la Soledad, un Cristo de Velázquez, supuse, y otras vírgenes de advocaciones, para mí, desconocidas. Entonces yo ya no era creyente y sabía que El Toto, tampoco. Comprendió mi mirada interrogativa y con mucha seguridad y voz susurrante me dijo: "Tú lo tienes que entender, las cosas son así".

Al poco rato entraron en el dormitorio su madre, una criada -una mujer mayor que dominaba la escena-, y dos bellas jóvenes palpitando bajo sus únicas prendas de percal, porque yo embebía todas sus curvas y sus ojos brillantes en el calor de la tarde, cuando a Badajoz le da por hacer calor. El Toto me pareció un torero lorquiano, aunque El Toto amaba a Miguel Hernández y se sabía de memoria, recitaba, los poemas de toros con ritmo monótono pero con una intención que impresionaba, con un doble sentido, en las calles y los bares, en San Francisco y San Juan, cuando Franco vivía. Picoteaba en la obra de Miguel Hernández y recitaba versos de aquí y de allá, para asombrar sin saberlo porque la gente, generalmente, sin conocimiento del poeta, creía que eran suyos.

Empezaron a vestirle mientras El Toto me recitaba con su voz, al margen de las mujeres:

                                                                     "Como el toro he nacido para el luto
                  y el dolor, como el toro estoy marcado
                  por un hierro infernal, en el costado
                  y por varón en la ingle como un fruto.
                  .....
                  Por una senda van los hortelanos
                  .....
                  Bajo su frente trágica y tremenda,
                  un toro solo en la ribera llora
                  olvidando que es toro y masculino.
                  .....
                  El toro sabe al fin de la corrida
                  donde prueba su chorro repentino,
                  que el sabor de la muerte es el de un vino
                  que el equilibrio impide de la vida.
                  .....
                  La muerte, toda llena de agujeros
                  y cuernos de su mismo desenlace,
                  bajo una piel de toro pisa y pace
                  un luminoso prado de toreros".

Quien le ponía las manos encima era la criada, la tata, como él la llamaba; la madre miraba arrobada y triste, pensando en el peligro, y que yo suponía que era la única porque los demás, como totales inconscientes, nos habíamos olvidado de lo que se proponía El Toto: torear y matar un toro en la Feria de La Albuera. La Tata metió su mano por delante de la cintura del pantalón, llegó hasta el sexo para colocárselo a la izquierda de la bragueta, que era donde cargaba. Noté, bajo el percal, los pezones turgentes de las ninfas que miraban el ajustado pantalón del torero y me sumergí en el ambiente erótico. El Toto se engrandeció gallardo, seguro y atractivo, personaje único dentro del traje que le ceñía sus tensados músculos, flotaba en el aire.

No tuve más remedio que cargar con el capote, los trastes de matar, un espadón con la funda, y gracias a la ayuda del taxista no me derrumbé ante lo que jamás había imaginado, que un capote y todo lo demás pesaran tanto. El trayecto fue en silencio. Sorprendente la algarabía y gritos al entrar en la plaza de carros de La Albuera que cerraba un camión con un cajón dónde se suponía estaba el animal.  Nos cruzamos con un fotógrafo taurino que años más tarde resultó ser un famoso escritor y querido amigo: Bernardo Víctor Carande; frente al acomodado toril, una especie de tribuna, como de localidades selectas, se sentaba mi antigua novia, con peineta y mantilla; esplendorosa en su belleza se abanicaba sonriendo al nuevo novio por el que me había abandonado. Yo llevaba jadeando la carga del arte de Cúchares y una gorrilla de rayadillo bajo la que escondí un pronto visceral, un segundo de ridículo hasta que arrojé al suelo, junto a un carro que me indicó un guardia municipal, todos los arreos.


¡Es un búfalo! 

Sin recurrir a una crónica de gacetillero taurino, que no soy, contaré que se abrió el portalón y apareció el cornúpeta, el bicho, el morlaco, y dije: "Maestro, ¡qué toro! Y El Toto, sin mirarme, me respondió seca y atributivamente: "Compañero, ¡es un búfalo!".

Después de una eternidad, recostado contra la rueda del carro, temblándome las piernas más que por la cercanía del toro, por los empujones de la gente que se tiraba al ruedo y venía hacia mi, huyendo, y yo con aquella espada, que era un espadón, que era la de Roldán y El Cid juntas, aleadas, que podía ensartar a diez mozos de La Albuera.

El Toto tuvo la mala suerte de matar a la primera. El público que quería marcha empezó a llamarnos asesinos, a tirarnos cosas, no las sentíamos, hasta que llegamos al bar de la carretera. Me tomé una copa de coñac y un vaso de agua de Seltz. Me vine a Badajoz en una Vespa de mi amigo El Florito, Florentino Buenavista, y dejé a El Toto con su apoderado, el empresario y la gente del toro, que por lo que supe más tarde, José Antonio Estirado, El Toto, hasta tuvo que pagar el toro.

José Antonio Estirado en 1978.

Después me fui al mar y El Toto a Sevilla. A la vuelta a Badajoz El Toto se dedicó a vender cuadros. Poca gente, los muy íntimos tendrán cuadros suyos de los años 60 o antes. El primer cuadro o de los primeros que vendió, algunos lo saben, fue uno que le regaló su amigo Vaquero Poblador. Uno de sus mejores mecenas fue Pedro Suárez que trabajaba en "La Marina". El Toto se inspiraba/copiaba en grandes maestros expresionistas: Modigliani, Ingres, Solana, ... y sobre todo en Edvard Munch. Conocía perfectamente su obra y su biografía, le atraían la enfermedad y la muerte. A Pedro Suarez le vendió un cuadro que más o menos reproducía "El Grito" de Munch. Al cabo de unos días El Toto se presentó en la barra de La Marina para venderle otro cuadro: "El Grito". "Pero Toto -le dijo Pedro-, si me vendiste hace tres días un cuadro igual". "Bueno, doctorcito -dijo El Toto- así tienes la parejita". El bueno de Pedro, intentando cabrearse, le mandó a hacer puñetas. El Toto recogiendo su cuadro, y mientras se marchaba, exclamó mirándole fijamente: "Pedro, ¡rojo paralelo!".

José Antonio Estirado en 1988 y en 1993.

En uno de los viajes que hice a Badajoz, precisamente para ser pregonero del primer Carnaval, 1981, me causó una gran sensación de deterioro y de tristeza la conversación que mantuve con El Toto: "Mira, Juanminguay, yo sé que no pinto como los grandes maestros, pero te aseguro que, al menos, sabré morir como ellos.

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JUAN JOSÉ POBLADOR (Valencia de Alcántara, Cáce- res, 13.11.30) es una de las figuras más destacadas en la difícil vida cultural de la Extremadura de los 50 y 60. De profesión maestro, es autor de numerosos cuentos que publicó en el Periódico Hoy; pero su producción lite- raria más destacada son las dos novelas de temática social Pensión (Premio Elisenda de Montcada 1957), reeditada por la Editora Regional en 2002, y Canal (fina- lista del Ciudad de Sevilla 1961). Es también autor del escrito autobiográfico Diario de un carca y del estudio antropológico Conil. Iconoclasta sabático de la tertulia de Esperanza Segura, desde mediados de los 60 reside en Conil de la Frontera (Cádiz), pero dice que «Badajoz es mi casa; allí crecí, di mi primer beso, me bebí mi primer vino y escribí la primera novela».

1 comentario:

  1. Mucha finura y verdad en lo que acabo de leer y ver. No sé si es moderno recordar ese Badajoz y sus personajes, pero en mi alma están.

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