domingo, 8 de julio de 2012

Ischia y los girasoles

(Son mayormente "voces" lo que por aquí traigo; hoy voy a comenzar fijando el "ámbito")

Con sus casi mil trescientos metros de altura, el Vesubio se alza imponente en mitad del Golfo de Nápoles; los griegos y los romanos lo consagraron a Heracles o Hércules, el de la extraordinaria fuerza. Allá por el año 79 una catastrófica erupción del coloso sepultó las ciudades de Pompeya y Herculano, y aún hoy continúa vivo y amenazante.

El Golfo de Nápoles, bañado por el Tirreno, se cierra al noroeste por el Cabo Miseno y su continuación las Islas Flégreas, Procida e Ischia, y hacia el sureste por Punta Campanella, a la que pone punto la más famosa isla de Capri. En el norte de Campanella se sitúa Surriento o Sorrento, "terra dell'amore" a donde es menester tornar, y en el sur la bellísima Costiera Amalfitana ya en el Golfo de Salerno.

Cuenta la mitología que Zeus, padre de Hércules, derrotó en fiero combate a los titanes Tifeo y Mimante que, como castigo, fueron sepultados bajo Ischia y Procida respectivamente: así explicaban los antiguos los continuos temblores que agitaban estas tierras.

Una vez, hace ya tiempo, pasé una semana en Ischia. Con una superficie inferior a los 50 km2, es un importante destino turístico y un lugar de cine. Pueden hacerse idea de ambas cosas pulsando sobre "La película que no rodó Billy Wilder" y leyendo el entretenido artículo de Carlos Pascual (ElPaís 10.01.09).

Afiche de Avanti! -en España ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?- divertido lío romántico dirigido en 1972 por Billy Wilder y protagonizado por el mejor Jack Lemmon. También A pleno sol (1959) con Alain Delon y su remake El talento de Mr. Ripley (1999) con Matt Damon, han sido filmadas en el "arquetípico paraiso mediterráneo de Ischia".

Era aún invierno, un invierno benigno y soleado, y la tranquilidad en la isla era absoluta. De mi estancia guardo sobre todo tres imágenes nítidas: la arribada, un atardecer de luz anaranjada, a Ischia Porto, formado por el cráter de un volcán hundido, la impresionante estampa del Castello Aragonese que se alza sobre un escollo comunicado con la isla a través del puente que Alfonso de Aragón hizo construir en 1438 y el "pittoresco borgo marinaro di Sant'Angelo" en el sur.

Procida y detrás Ischia, vistas desde el cabo Miseno un atardecer de luz anaranjada.

Mi casero era un hombre ya mayor, alto y enjuto, con un abundante cabello gris que constantemente se peinaba hacia atrás con ambas manos, curtido rostro iluminado por vivaces ojos azules y elegante apostura. Vestía habitualmente un blazer azul marino con botones dorados sobre camisa celeste o blanca y pañuelo de seda al cuello, vaqueros y calzado naútico; en casa usaba batín y zapatillas de piel.

Alquilaba a visitantes recomendados por conocidos habitaciones de su villa: dos plantas adosadas a un antiguo torreón de piedra restaurado, contruidos sobre una pendiente que ofrecía unas vistas magníficas del puerto y la línea de costa. El acceso, común a las casas colindantes, era un empinado y estrecho camino pavimentado con losas de piedra que sólo podía hacerse a pie.

El espacio de la planta baja se lo repartían un pequeño despacho que hacía las veces de recepción, la cocina, un cuarto para el servicio, un baño, y un gran salón con la televisión a un lado y una chimenea en el contrario, con sofás y sillones, una amplia y sólida mesa con sillas y una estantería de mampostería, que ocupaba toda una pared del suelo al techo, repleta de libros y revistas. En la planta superior había cinco o seis dormitorios y un par de cuartos de baño comunes.

La villa estaba rodeada por un jardín un tanto descuidado, delimitado por cipreses y setos de aligustre, con cactus, pitas, adelfas y un enorme árbol de mimosas. Durante el día todo permanecía abierto y numerosos gatos campaban a sus anchas por doquier. Un par de mujeres, entre cotilleo y cotilleo y tarareando canciones napolitanas, servían los desayunos y se ocupaban de la compra y de los quehaceres domésticos.

Ischia Porto, formado por el cráter de un volcán hundido; al fondo Castello Aragonese.

Llamaba la atención que todos los cuadros de la casa fueran, con mínimas variaciones, siempre el mismo: unos girasoles en un jarrón pintados al estilo Van Gogh. En los dormitorios, en el salón, en los pasillos, hasta en la cocina y en los cuartos de baño, había al menos un lienzo, más grande o más pequeño, pintado al óleo y enmarcado, con los girasoles más lozanos o más mustios, más verdes y amarillos o más secos, con una flor de más o de menos, con distintos fondos neutros entre el ocre y el gris; llegué a contar más de veinte, siempre el mismo cuadro y siempre sin firma ni fecha. Curioso, pregunté a la más joven de las señoras de la limpieza sobre el autor y el porqué de la repetición pero se puso muy seria y me espetó, haciéndome sentir impertinente, "qué importa eso, ¿acaso no le gustan?".

No era cuestión de madrugar más de la cuenta, así que salía a media mañana a recorrer la isla, después de desayunarme unos huevos revueltos con ajetes tiernos, tostadas con mantequilla y mermelada, un café y un zumo de naranja, con la cámara de fotos, el mapa y un par de guías turísticas, y volvía con la puesta de sol, ya cenado; calentaba un vaso de leche en la cocina y me iba a mi cuarto a leer hasta que me vencía el sueño.

Una noche desapacible, de lluvia y viento racheado, se me hizo más tarde de lo habitual y cuando llegué a la villa, empapado tras ascender en la oscuridad por el empinado camino de piedra, me encontré con la puerta cerrada; hice sonar la campana de la entrada y me abrió el casero en persona, con su batín, su pañuelo al cuello y sus zapatillas de piel.

Tal debía ser mi aspecto que se ocupó él mismo de calentarme el vaso de leche mientras me cambiaba de ropa, ofreciéndome además una copa de grappa que acepté encantado. Nos sentamos en el salón frente a la chimenea que estaba encendida y nos pusimos a charlar. Hasta ese momento apenas habíamos intercambiado un par de palabras, salvo a mi llegada para cerrar el precio de la habitación, pero probablemente la grappa con la que íbamos recebando los vasos fue animando la conversación.

La impresionante estampa del Castello Aragonese que se alza sobre un escollo.

Así me enteré de que era de Nápoles, de que durante más de treinta años había ejercido la abogacía en Roma hasta que a la jubilación, él y su mujer, que había sido profesora universitaria de química, habían decidido vender su casa y comprar la villa en Ischia; de que su mujer había muerto hacía tres años y que después de cuarenta años de matrimonio la echaba mucho de menos, por lo que para ocuparse en algo que le distrajera de los recuerdos alquilaba habitaciones; de que su hijo, que también era abogado, había hecho su vida en un Milán "troppo lontano" y que venía con su esposa y sus dos hijos en verano a pasar una quincena con él.

Tras un silencio que aprovechó para escanciar más grappa me miró fijamente y, cambiando de tono, me lanzó de sopetón: "Parece que se interesa usted por los cuadros de la casa; le he visto detenerse delante de los girasoles y observarlos atentamente: ¿qué le parecen?". Aquello me cogió por sorpresa; recordé la áspera contestación de la señora de la limpieza a mi curiosidad e intenté dubitativo hilar alguna respuesta. "Verá", me interrumpió sin dejar de mirarme pero con una comprensiva sonrisa, y me contó lo siguiente:

Llegamos con alegría e ilusión para comenzar una nueva vida. Solíamos veranear en la isla y apreciábamos su belleza y la tranquilidad de los inviernos. Habilitamos el torreón y nos mudamos enseguida para, a continuación, ocuparnos de la casa que también necesitaba algunas obras.

En fin, todo iba sobre ruedas hasta que al año de estar aquí mi mujer se notó un bulto en el pecho y el diagnóstico fue el temido. Como era de suponer encajó muy mal la amputación y se deprimió enormemente. Los agresivos tratamientos posteriores no demostraron efectividad y, al tiempo que íbamos perdiendo toda esperanza de curación, se le fue agriando el carácter más y más.

El "pittoresco borgo marinaro di Sant'Angelo" en el sur.

De naturaleza vital y maneras amables se volvió huraña. Dejó de relacionarse hasta con los vecinos negándose incluso, por no sentirse compadecida, a que se dieran razones de su estado: fíjese que llegó a correrse la voz de que se había vuelto loca. Dejó de salir de la villa y con el tiempo ni tan siquiera al jardín; me costaba convencerla de tomar el barco a Nápoles para que el hospital revisara los tratamientos, hasta que también se negó a ello. Descuidó su aspecto e higiene, y dejó de comer excepto lo imprescindible y siempre de forma desordenada.

Nunca había demostrado interés alguno por la pintura pero le dió por ahí de forma compulsiva. Ensimismada, apenas me dirigía la palabra pero me dejaba notas para que le comprara vino, tabaco, libros y materiales de pintura, y se pasaba el tiempo encerrada en el estudio del torreón.

Aquí interrumpió su relato y me hizo un gesto para que lo siguiera. Al final del pasillo abrió una puerta que comunicaba con el torreón y ascendimos dos plantas por una escalera de piedra adosada al muro hasta el piso superior, dónde se abría un espacio todo diáfano con dos grandes ventanales. Las paredes estaban totalmente cubiertas por lienzos de diferentes tamaños sin enmarcar, algunos inacabados, siempre con los girasoles; en el suelo y apoyados en la pared uno sobre otro, muchos más; también un par de caballetes, con taburetes delante, sostenían lienzos con esbozos al carboncillo. Sobre una vieja cómoda estaba el jarrón de barro que aparecía en los cuadros conteniendo girasoles secos; había también un sofá desvencijado, una estantería metálica con una veintena de gruesos libros de arte y una mesa con tubos de pintura, paletas, espátulas, pinceles y botes con aceites y disolventes; todo limpio y ordenado, listo para usarse.

Sobrecogido, yo miraba todo con atención sin hacer un gesto. Sabe -dijo con la voz entrecortada y los ojos húmedos- nunca supe porqué eligió precisamente este motivo de los girasoles de Van Gogh. Supongo que esta repetición es la búsqueda de la perfección, el intento de captar una esencia; pero también un exorcismo, un sujetarse a la vida reteniendo la de esas flores antes de que las marchitara el tiempo, una vida que se escapaba al tiempo que la suya, su vida misma.

Afuera, el temporal amainaba. Había dejado de llover y la luna encontraba ya resquicios entre las nubes negras para iluminar de forma intermitente la espuma de las olas. Tifeo, a pesar de sus esfuerzos, continuaba aprisionado bajo Ischia.

Girasoles de Van Gogh

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